Sólo a quienes no entienden la palabra dignidad, o la entienden de otra manera, puede parecerles extravagante que esta mujer se haya querido despedir de todos y explicar las razones que le indujeron a emprender su último viaje. Días antes de quitarse la vida, que era suya, esta señora de 69 años escribió unas cartas de despedida. Quedó como una señora. Intentó explicar que la decisión entraba en el territorio de su libertad y que la enfermedad degenerativa que sufría, que la condenaba a vivir -mejor dicho, a presenciar- el resto de sus días en una silla de ruedas, en calidad de vegetal carente de jardinero y, sobre todo, sin esperanza, se le hacía intolerable. La esperanza no es lo último que se pierde: ella la había perdido desde hace años.
Estamos en lo de siempre. ¿Nos asiste el derecho a abandonar el mundo, ante la perspectiva de sufrimientos espantosos y si es nuestro reiterado deseo? Si no nos consultó nadie para nacer, ¿debemos consultar a las autoridades pertinentes para morir? La polémica acerca de la eutanasia, que etimológicamente significa buena muerte, es tan inútil como la controversia entre Zapatero y Rajoy.
Nunca se pondrán de acuerdo los partidarios de facilitar el tránsito, a reiterada petición del interesado, con los que opinan que hay que mantener toda vida, aunque no sea vida. Hay personas tan piadosas que les parece mejor la continuidad del martirio. Siempre las ha habido. Cuando aquel maldito medicamento llamado talidomina hizo nacer ciegos y sin manos a algunos niños, hubo gente tan bienintencionada que deseó que vivieran largos años. Pensó que «así lo ha querido Dios», atribuyéndole al Sumo Hacedor unas refinadas prácticas en la tortura.
«No es un crimen, ni un asesinato», dejó escrito en una de sus cartas esta mujer. Buen viaje, Madeleine.
19 enero 2007
Cartas de Madeleine
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